21 noviembre 2006

Quidquid luce fuit, tenebris agit

Si ocho horas de televisión en un día pueden inducir un sueño en el que Bilardo y Guinzburg te persiguen, o si un relato sobre gatos sacrificados (¿cómo se le ocurre? En realidad, si es capaz de obligarme a oler un pan rancio, es capaz de cualquier cosa) puede llevar a soñar con tu propio gato muerto, hay que tener algunos cuidados. Cuidado de lo que se ve, de lo que se oye, de lo que se siente, de lo que se piensa. Cuidado porque (sí, Federico) lo que experimentamos en sueños concluye por pertenecer a la economía de nuestra alma. Porque nuestros sueños nos enriquecen o nos empobrecen en igual medida. Porque podemos concluir siendo juguetes de nuestros sueños. Es el último manotazo de ahogado que puede intentar un hombre con su ego ya irreparablemente herido, que ya no es dueño de sí mismo (¿lo fue alguna vez?), que convive con un intruso que determina su conducta y que le es desconocido e incontrolable: evitar vivir pequeñas experiencias antipáticas generadoras de restos poco agradables que servirán a la construcción inconsciente del sueño. Aparte, ¿no son malas aquellas películas (que son los sueños) que, en su interpretación, se las puede relacionar directamente, fácilmente, con estos restos?

Todo lo que ocurre en la luz, continúa (y nos preocupa) en la oscuridad. Más también viceversa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esas pequeñas experiencias antipáticas generadoras de restos poco agradables son las que posibilitan que tus miedos, anhelos, o sueños tengan una figuración que te anoticie de su oculta existencia. ¡Qué raro me resulta, lobo oscuro y sufriente, que quieras evitarlas despreciando mis intentos por acercarte a las tinieblas fantasmáticas del Más allá! (del Principio del Placer, aclaro). Más acá, intento llenarte de luz, amores intensos y placeres mundanos…